Otra vez suena la alarma
en la casa del vecino.
La alerta altera
este amorío insomne con la palabra noche,
se infiltra roja, pesadilla,
en los sueños fraternales de los niños,
desata los ladridos,
las rabias previsibles,
televisables.
Otra vez
el chúcaro azar
o una persistente falla en el sistema,
dispar,
dispara
el megáfono amplificador del miedo del vecino,
como un intruso que vulnera
catorce muros alejandrinos,
cerraduras consonantes,
vidrios espejados,
e irrumpe
sin sigilo
en el pulso
ajeno.
Otra vez
su altisonante celo propietario a los cuatro vientos,
la suntuosa vigilancia creciente de sus bienes,
aúlla
como un mal
presagio nocturno.
Vecino,
tu alarma me saca
de la órbita prístina,
del sonidito de confort,
me deja girando, otra vez, otra vez y otra vez,
satélite,
desencajada,
palabra piedra redundante
alharaca mordaz,
apenas crítica.
¿Adónde se fue el amor por la palabra justa?
¿Quién se robó la voz de los crucificados?
¡Si al menos pudiéramos vislumbrar
la cara oculta!
El miedo hace ruido, lo sé, vecino mío
¿Acaso no resuena, arrítmico en la noche, mi propio temor,
de verme arrebatada?
¿Siempre tendremos miedo a la oscuridad, hermano?
Si la luna nos alumbra a todos, se llena
y rebalsa
para todos.
¿Siempre tendremos un licántropo bajo la piel,
esperando la oportunidad para devorarnos las entrañas?
¿No será tiempo de despertar?
¿De menguar,
y dar de nuevo?
¿De invertir la clave
de seguridad?
No te alarmes hasta los dientes, vecino,
que tarde o temprano todos vamos a sonar.
Dame la mano, hermano,
tratemos de conciliar
nuestro sueño
en paz.
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